En tempos de confinamento polo COVID-19 lembrámonos da nosa xente, da comunidade. María González Reyes ponlle letras, Virginia Pedrero imaxe, a unha das tantas historias que nestes días recordan a necesidade dun tecido comunitario forte para afrontar a vida. Deixamos o relato "Elena" publicado en "O Salto":
Mi nombre es Elena y tengo veintidós años, al nacer mi madre tenía una lista entera de nombres y uno de ellos era Carlota, me hubiese gustado llamarme así, me da confianza ese nombre. No sé si habría cambiado algo si me hubiese llamado Carlota. Supongo que no. Las cosas no dependen del nombre. Dependen de otra cosa más fácil de entender. Dependen del lugar en el que te tocó nacer. Una casa con ventanas grandes por donde entra la luz o una que da al patio interior de un bloque de cinco pisos. Yo con veintidós ya me he tenido que preocupar más por el dinero de lo que lo hará mucha otra gente a lo largo de toda su vida, aunque vivan más de cien años. Al final todo depende de eso. Del lugar al que perteneces. También ahora. Todavía más ahora. Que tengamos que estar metidas en las casas no significa que hayamos desaparecido. Me refiero a las que vivimos en casas con ventanas por las que no entra la luz. Toda nuestra casa tiene dos ventanas. Las dos dan a un patio interior. Si las vecinas del tercero y del cuarto no tienden la ropa entra un rayo raquítico durante diez minutos al medio día y se refleja en la mesa de la cocina. Nos turnamos para poner la cara. Nos hace bien. Siempre nos reímos. Les pedí que no tendieran nada a esa hora. Lo respetan. No les cuesta nada.
De pequeña deseaba que todo se parase, aunque fuera un segundo. Eso pedía siempre al soplar las velas de mis cumpleaños. Que parara todo. Que parase el despertador de madrugada para avisar a mi padre de que tenía que ir a currar. Que parase mi madre que se levantaba siempre antes de que sonase el despertador. Que parasen los gritos. Que parase la tensión por el dinero que no llegaba para todo. Que parase la sensación de que nuestras vidas iban a estallar en cualquier momento. Pero no. Ahora sé que no se puede parar. No todo puede parar. La vida no se mantiene desde la quietud. No puede parar quien cuida a las personas ancianas en las residencias. No puede parar quien cocina para quienes están investigando para encontrar una solución a todo esto o las que tratan de curar como pueden. No pueden parar las cajeras de los supermercados. No pueden parar las madres.
Yo tampoco voy a parar. Me apunté a la bolsa de trabajo para ir a limpiar a los hospitales. Al parecer hace falta. No sé si será porque muchas estén enfermando. Me pregunto si me habría apuntado si no me hubiesen echado del curro el día después de que empezara toda esta mierda.
En mi barrio mucha gente tiene miedo. Hay lugares donde los miedos se agolpan. Me refiero a que mucha gente tiene miedo a enfermar, a la saturación de los hospitales, a no curarse, a contagiar a alguien. Pero en mi barrio a ese miedo se le suman otros. El miedo a no poder pagar el alquiler. El miedo a no volver a tener curro. El miedo a que cuando tu hija te pide más leche sepas que la respuesta es “no hay”. Aquí los miedos se te atragantan. Te impiden respirar. Esa sensación en el pecho y el aire que no entra.
Pero también mucha gente se está ayudando. Como puede. Pero se ayuda. Son redes de apoyo mutuo. Ayuda mutua en circunstancias difíciles. Mi barrio es un lugar abandonado donde la gente se cuida. A veces las dos cosas se tocan.
Pero hay miedo. Nuestra existencia ahora parece todavía más frágil. Cuanta menos luz entra por tu ventana más miedo tienes.
Me gustaría que nadie pensase que estar confinadas en nuestras casas nos iguala.
No todas las casas tienen las mismas ventanas.
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